La
campana de la iglesia gime lastimosa, tañidos viejos llamando a las
gentes a guarecerse de la tormenta. El agua golpea el techo sin
previo aviso, la oscuridad se cierra sobre el valle, el viento se
lleva todo lo que encuentra. Una luz ilumina fugaz el pueblo y con
ella se va la electricidad.
El río
se despereza y ocupa orillas olvidadas. La cortina de agua
impenetrable parece romperse con el trueno que hace vibrar el cielo.
El ruido de la lluvia, del agua en cascadas, provoca un
silencio temeroso. Las juntas de la vida se tambalean confiando en su
firmeza.
Sigue
cayendo el agua, vuelve a tronar, no nos hemos movido, el cielo es
negro y el agua que cae fría, miramos por la ventana al valle. Hoy
no se escala. Se llena de agua la cafetera, se ponen las tazas y toca
disfrutar de esta gaia cambiante. Otro trueno avisa que todavía no ha
pasado.
Las
chorreras negras del agua virgen cierran sus vías de acceso. Tienen
un descanso. A sus pies los guerreros de la roca, agrupados y
silenciosos, esperan que escampe para subir a sus refugios. Miran el
río, las piedras de paso yacen bajo el agua, el camino va a estar
mojado, preparados para la batalla en la roca, no son jinetes de
agua.
La
tormenta por fin toma la decisión de seguir, lo anuncia con unos
relámpagos seguidos, unos truenos lejanos, traca final de despedida,
temor que se queda. Unas nubes rezagadas provocan una nueva carga.
Paralizan el intento de huida de los fanáticos en la tormenta, se
alejan los dioses, se llevan su tumulto.
Arriba
el café humea en las tazas. La conversación arrecia según amaina
la lluvia. Las tormentas ponen orden, limpian el valle, se llevan el
polvo, provocan pequeñas catástrofes, obligan a volver a la alerta
olvidada. Volvemos a los grados, a las cifras y a las letras.
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