Llovía mansamente a primera hora de la mañana. No había
dejado de hacerlo desde el día anterior a media tarde. Último día de agosto,
último día para intentar la vía que se nos había resistido tarde tras tarde. Me
levanté y me fui a correr, actividad iconoclasta, no recomendada si quieres
tener fuerzas para el objetivo del día. Guiño al cielo y directo a los caminos
embarrados, la realidad del cieno me devolvió a la carretera, más dura, más
transitable.
La niebla del norte se colaba por el valle, no dejaba ver
la profundidad de la borrasca, tampoco el horizonte, otros días azul. Unos pocos
pasos y el cerebro ya se había desconectado del presente y vagaba por los días de
vacaciones pasados. Días de sol y calor, olas de ambos sucesivas, rutas y
escuelas del norte, paredes a la sombra, buscando el relente de la tarde, sin
vientos del norte, sin piedad del verano.
Buscaba, como todos los años, subirme por esas vías que
son monumentos de nuestro deporte, enclavadas en lugares mágicos, cerca de ríos
y cañones que nos sucederán a todas las generaciones futuras, mantra de esta. Elegidos
los objetivos, peleado hasta el límite de cada uno, vencidos por la realidad de
nuestros límites, empujados, como nos gusta decir, en nuestras barreras.
Tantas tardes de entrenamiento robadas a los ratos de
familia, de otros amigos que quizás existan fuera del plafón, de series
infinitas de presas de colores, listones de madera y cintas colgadas del techo,
pesas para lastrar, pasan por la memoria. Próximo destino necesario para el
tiempo que se avecina, el que hay entre fin de semana y fin de semana. Mente en
blanco y gotas de agua.
La lluvia arreciaba. Se acabó la opción de subir a
escalar, ya sólo quedaba ir a recoger el material. Mirada de fastidio del
compañero de camino al sector, solo, abandonado, chorreras eternas mojadas,
placas grises vueltas más oscuras, charcos en los recodos. Material al macuto y
camino a casa. No sin pensar que el año que viene volveremos, o no, a por
ellas, o serán otras en otros lugares.
Los kilómetros se sucedían y la lluvia quedó atrás. Desde
el volante se veía un cielo azul, tachonado de nubes blancas. Lástima pensaba,
seguro que hoy era el día, el último, en el que se concentran todas las razones
para encadenar. El cielo podía haber esperado un día más.
Adelante Madrid y sus largas tardes del fin de verano,
con el calor impenitente del verano no acabado. El trabajo imprescindible para
los sueños del próximo verano. Los días que faltan para volver a la carretera y
soñar con los días piratas. Moriremos sin haber hecho todas las que hemos deseado,
es un hecho incuestionable, mientras….
el cielo puede esperar.
1 comentario:
Te leo y disfruto con ello...
Josema
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