En mi pueblo
hacía mucho frío en Navidad. Salíamos de casa con un abrigo gordo, una bufanda
y unas manoplas. Nos juntábamos en la plaza y desde ahí empezábamos nuestra
ronda. Se llamaba ir a pedir el aguinaldo.
Era la noche
antes de Nochebuena. Y en ella todas las pandillas salían a cantar villancicos
por las casas del pueblo. Pertrechados con nuestras panderetas y zambombas.
Recuerdo que era mi abuelo quien nos las tenía preparadas, sólo teníamos que
pedirlas y, por arte de magia, ahí estaban para que nos las lleváramos. El
resto del año estaban guardadas en el desván en algún baúl que nunca
conseguimos encontrar.
No ensayábamos
el villancico. Algunas pandillas se sabían más de uno y los escuchábamos con
admiración. La nuestra cantaba “campana sobre campana, y sobre campana una,
asómate a la ventana…”. La repetíamos en cada casa y aunque sonaba igual
siempre era diferente. Nos daba tiempo a cantar una estrofa y el estribillo
antes de que una mano seguida de una sonrisa nos diera algunas pesetas.
Entonces eran pesetas, hoy serían céntimos, los guardábamos en una bolsa y
seguíamos.
Mi pueblo no
era muy grande por aquel entonces, ahora tiene más casas, que están en barrios
alejados del pilón, que era la fuente, en la plaza principal, que marcaba el
centro del mismo. Hay un berrocal en las afueras de bloques de granito que están
empezando a ser marcados. A ver si al final además de escuela de parapente y ala
delta va a ser una escuela de bloque de obligada visita.
Recuerdo que
había unas pocas luces de Navidad, no es como hoy en día con un montón en las
casas y en los balcones. Las calles estaban iluminadas por unas farolas de
luces amarillas, y, me gusta imaginar, algunos años nevaba. En aquellos años
era frecuente ver la nieve en las vacaciones de Navidad.
Llegaba un
momento en que nos parecía que era tarde. No teníamos teléfono móvil ni tampoco
reloj y decidíamos que por ese año ya habíamos pedido bastante el aguinaldo.
Repartíamos a partes iguales las monedas y nos íbamos felices y helados a casa a
dormir cantando villancicos.
Todo esto duró
hasta un año que ya no fuimos a la plaza. No había zambomba en casa preparada y
tampoco nevó. Ese año y todos los siguientes la Navidad empezó un día más
tarde.
Viajábamos al
Sur, destino un cañón con un camino volado sobre el valle, con agujeros, como
si lo hubieran cañoneado. Lo recorríamos de día y de noche, y dormíamos en un
recodo en el centro del cañón. Estuvo prohibido recorrerlo muchos años y ahora,
una vez arreglado, hay que apuntarse a una lista para transitarlo con guía. Los
fantasmas de Alberto y Javi el de Pucela lo siguen caminando conmigo todas las navidades,
tomando las uvas al son de unas campanadas de sonido de cazuela mal lavada.
Hoy duermo en Cuenca,
como muchas Navidades, concurro entre el gorro para dormir y el sol de invierno
por la mañana. Pongo villancicos, apuro el segundo café, y camino hacia las paredes
a por mi aguinaldo.
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