Hubo un tiempo
en el que ir a escalar era una aventura rayana en lo espartano. Viejos coches
destartalados regalados por padres o tíos, sin aire acondicionado,
calefacciones de aire frío, asientos duros y no reclinables, y palanca de
cambios que para cambiar la marcha había que hacerlo como un dinámico a pie
cambiado, vamos, con decisión inequívoca.
Dormíamos en
sacos de dormir, sobre aislantes que ahora sonrojan, los sacos eso sí ya eran
de plumas, tampoco quiero exagerar. Los soportales de las iglesias eran
nuestros sitios favoritos, ya lo he contado alguna vez, y las de Valdehuesa y
la de Atauri tienen un lugar mágico en mis recuerdos de spits y sacos de
plumas.
Parezco el
abuelo cebolleta contando historias a los nietos. Así me siento últimamente
cada vez que escalo con un “climberlenial”. No creo que haga falta mucha explicación,
me refiero a los escaladores de la generación milenial y más jóvenes aún.
Hace años
cuando uno iba a una escuela nueva sufría un periplo forastero. Llegabas de
noche y dormías en una cuneta, te habías apuntado el nombre de un bar donde
podías copiar unos croquis, pintados a mano, repintados a mano, tachados y enmendados.
La primera vez que entras en el Bar Manolo en Patones todavía evoca aquellos
bares, simbiosis de aldeanos con escaladores y sus achiperres.
Las vías se
conocían porque aparecían en Desnivel, había nombres que repetíamos como un
mantra y hacíamos viajes imposibles, por carretera eternas, para probarlas aun
siendo grados imposibles. Vampiresas la conozco desde la prehistoria. Ahora las
que se conocen son de grados inescalables para nuestra generación. No así de
los climberlenials que se suben por ellas con insultante desfachatez.
Soy de la generación
que se iba a escalar sin teléfono móvil, principalmente porque se inventaron
después. Quedábamos en el “muro” los jueves y allí decidíamos dónde íbamos el
fin de semana. Nos presentábamos a la hora prevista y nadie sabía de nosotros
hasta el domingo por la noche. Si encadenábamos alguna vía no era hasta el
martes cuando, ufanos, podíamos contarlo a los colegas, entonces eran colegas.
Los climberlenials
viven, como todos los demás ahora, con un smartphone en su mano, que sólo
sueltan para escalar o asegurar. Están conectados al mundo, conocen las vías
por youtube, consultan las vías en 8a.nu antes de ensayarlas y, por supuesto,
publican sus encadenes casi desde la misma cadena. Ya no hay que esperar al
Desnivel del mes que viene, si es que conseguían difusión, directamente puedes
ver sus pegues en Instagram, testigos constantes de un colectivo conectado.
Los escaladores
éramos unos parias de la montaña, unos chicos raros con mallas de colores y actividad
clandestina, que escribíamos nuestras reflexiones en los “libros de piadas”
que, cual libros prohibidos, rodaban por bares de escaladores o refugios
ancestrales en las mejores escuelas. Ahí se graduaba, se añadían croquis, se
criticaba, se decotaba y se firmaba como memoria de foráneos en las escuelas de
los locales, toda una especie aún no del todo extinta.
Los climberlenials
son escaladores sin fronteras, locales de todos lados, no escriben en los
libros, publican en sus bios, decotan porque pueden. Son mas fuertes, escalan
mas duro y se ríen de la vida. Suyo es el presente y el futuro. Lástima de
vida, ya no somos inmortales.
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