Llevo veintiún días en casa. Solo camino hasta el contenedor
de basura una vez cada dos días y voy a comprar una vez cada diez, me reparto en
casa para esta tarea. No tengo mas que una tabla pequeña para entrenar en casa,
una mesa de madera, un crash pad, dos garrafas de cinco litros y los marcos de
las puertas, un teléfono móvil y una cuenta de Instagram.
Hasta hace veintidós días pensaba que era imposible que
pasara tantos días sin ir a la roca, ni cuando estoy lesionado. Dejé unas cintas
en Cuenca en la última vía que estaba probando, cuando esto pase no tendré ni opciones
de subirme por ella. Jorge dejó las suyas en la vía de al lado. No creo que se
las lleven.
Hace veintitrés planificaba las horas que podía entrenar cada
semana, sacaba huecos de un horario imposible y compaginaba días de escalada
con días de correr, me abrumaba el tiempo y vivía esperando el fin de semana.
Siempre escalo como si no hubiera un mañana, pegues a muerte, el poder del
padre diría Luigi, el tiempo que tienes es escaso y no se puede desperdiciar en
intentos sin alma.
Luna llena desde las paredes |
Hace veinticuatro días me preocupaba la próxima subida
salarial, la fecha de los bonus, la subida del IPC, el análisis fundamental de
la bolsa y hasta el precio de la gasolina. Hoy tengo otras preocupaciones mas
cercanas, quién va al supermercado, cada cuántos días, qué compramos, dónde
habrá guantes y mascarillas, cuánto tiempo me va a durar las reservas en casa
para no salir a la calle.
Hace veinticinco días miraba la aplicación del tiempo para
ver la previsión de las dos próximas semanas. Había preparado las tablas de esquí,
apartado unos gatos recién recauchutados y guardado un día de vacaciones para
alargar la Semana Santa. Hoy ya no miro la previsión, directamente me asomo a
la ventana, como cuando era pequeño en Salamanca, donde mirar al cielo te
convertía en meteorólogo titulado.
Hace veintiséis repasé la lista de vías que quería probar
antes del verano. Lo hice, tomando una botella de vino, con varios amigos, a
los que serví de la misma botella yo mismo, riéndonos, dándonos golpes unos a otros,
dando abrazos al que llegaba y besos al que se iba, en medio del bar del Alcampo
de Cuenca, donde estábamos más de cincuenta escaladores. Hoy sé que no escalaré
ninguna en las próximas semanas, que tardaré en ver a los amigos, todavía más
en darles abrazos y no sabemos cuándo unos besos. Incluso escalar, que ahora
languidece en mi cabeza, no será lo primero que hagamos.
Hace veintisiete días estaba en un atasco en la M40,
matutino, habitual, inevitable, hablando por teléfono, midiendo el tiempo por
minutos, los que me faltaban para llegar a la oficina, lo que tengo para comer,
los que me lleva llegar al tablón, los que tengo para escalar, los que tengo
para volver a casa, y así sin límite. Hoy mido el tiempo por días, quizás algo
en horas, pero como grupo de las mismas, y empiezo a habituar mi devenir a las
próximas dos semanas, como algo incierto, siendo cierto, como algo ajeno,
siendo propio y perecedero.
Hace veintiocho días pasé una tarde en Cuenca, paseando por
la hoz, discutiendo con otro habitual de la vertical sobre los grados, las
cifras y las letras de una serie de vías. Incluso lo hicimos con argumentos
defendidos con vehemencia. Hoy solo espero volver a ver una luna llena sobre la
luz crepuscular del atardecer en la hoz.
Ahora no tengo memoria de más días, ni hacia ese pasado que se me antoja de otra vida, ni de ninguno alternativo que habite en mis sueños confinados.
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