Leía
en mi ebook un libro de Arthur C. Clarke “Cánticos de la Lejana
Tierra” (Songs of a Distance Earth, 1984), consecuencia habitual de
mi hábito impenitente de leer y de la mala suerte de lesionarme un
dedo, esguince leve, diez días de reposo, en mi tercer día de
vacaciones de Semana Santa, que se iban a prolongar hasta los quince,
sentado en mi silla de campo a pié de vía en la Finestra, Margalef,
paraíso de la escalada en este planeta.
Paciencia
ante la lesión, una vez decidido no abortar las vacaciones de los
demás por poder llevar el reposo con paciencia, aún con el desánimo
de ver las rutinas de los grupos de escaladores todas las mañanas,
sólo disfrutando de los días de reposo de los demás, tantas veces
denostados, esta vez esperados.
El
libro es un relato, a partir de aquí no leáis quienes tengáis
intención de leerlo, sobre los tripulantes de la última nave
espacial que abandona la tierra, en un futuro remoto, antes de que el
sol se convierta en una supernova y engulla el sistema solar, rumbo a
una lejana galaxia donde es posible llegar a un mundo habitable.
Azares del espacio sufren una avería y tienen que hacer una parada
para arreglar la nave en un planeta a medio camino, donde unos siglos
atrás llegó una nave igual, de las primeras que huyeron de la
segura destrucción de la tierra. El planeta se llama Thalassa y los
hombres llevan varios siglos allí asentados, desarrollando su nueva
cultura y desarrollo tecnológico. El choque entre hombres iguales
pero con culturas diferentes es la parte troncal de la novela, sus
interrelaciones, sus distintas formas de pensar, su incomprensión
mutua ante costumbres de los Thalassanos y de los terráqueos. El
desenlace es interesante leerlo. Arthur C. Clarke escribió “2001,
una odisea espacial” o “Cita con Rama” entre otros. Un genio.
El día
había sido frío, el atardecer coloreaba de naranja las paredes
salpicadas de magnesio, adormilado en la silla contemplé una
costumbre que cual Thalassano había variado de un lugar a otro. Aún
quedaban algunas horas para el cierre del sector cuando un grupo de
habitantes del interior de Europa, integrantes de un equipo nacional
juvenil, con su grupo de monitores y simpatizantes, recogieron todo
el material, cual ejército de hormigas volvieron a la tranquilidad
del refugio de el Racó de la Finestra y las atenciones de Jordi.
Las
vías son igual de buenas a media tarde, la temperatura mejora, la
luz no es tan intensa y se ven mejor los cantos de los pies, momento
idóneo para los locales para seguir escalando y disfrutando de una
insospechada soledad, tras las aglomeraciones del día.
No ha
sido la única diferencia, claro, no puedo comparar la hora de
inicio. Cuando llegamos, tras la imprescindible
tertulia/coloquio/desayuno/almuerzo habitual de nuestra cultura, ya
estaban ellos allí, con pinta de llevar muchas horas. Ordenados y
sistemáticos. Habituales de rokódromos, ignorantes de las técnicas
del aseguramiento dinámico, simpáticos y fanáticos. Fuertes y con
la misma motivación o más que la nuestra. Distintos, no hay duda,
reflejaban en su cara la sorpresa ante nuestras maneras.
La
mayoría de nosotros vivimos en la vieja Europa, tenemos un segundo
idioma común, manejamos la misma moneda y nos movemos en el mismo
uso horario. Sin embargo hemos evolucionado de forma distinta, hemos
adaptado nuestro ritmo a nuestro sol y con ello nuestra cultura,
nuestra gastronomía, los horarios de los comercios y los
restaurantes y de trabajo. No ha hecho falta siglos de habitar mundos
distintos y separarnos, sólo un sol y una latitud distinta para
favorecer lo que nos diferencia.
Vienen
de lejos, han viajado hacia el sur, disfrutan poniendo su piel ante
el dios sol, esperando que ésta torne hacia los tonos tostados y
morenos de los sureños, ignorantes de nuestros siglos de adaptación
genética a los largos días de verano. Cambié la silla a otro
sector a la sombra tras los primeros rayos que nos golpeaban en el
lento caminar solar. Ellos se quedaron allí, disfrutando de un sol
esquivo en su mundo, tapado por largos días de lluvia y veranos
cortos. No vieron el rayo azul del crepúsculo, ni la sonrisa de la
luna llena de esos días. Nosotros no vimos sus caras ni dónde
miraban. No llegamos a entenderlos, sí compartimos unas cervezas y
muchas risas.
Acabó
la semana y partieron en su nave. Nos dimos unos abrazos y nos
citamos en las estrellas. Algunos no han partido, han preferido este
paraíso que el que puedan encontrar. Ninguno de los nuestros ha
partido con ellos, al menos en este viaje. Compartimos las estrellas,
eso nos vale.
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