viernes, 3 de abril de 2020

Confinamiento


Llevo veintiún días en casa. Solo camino hasta el contenedor de basura una vez cada dos días y voy a comprar una vez cada diez, me reparto en casa para esta tarea. No tengo mas que una tabla pequeña para entrenar en casa, una mesa de madera, un crash pad, dos garrafas de cinco litros y los marcos de las puertas, un teléfono móvil y una cuenta de Instagram.

Hasta hace veintidós días pensaba que era imposible que pasara tantos días sin ir a la roca, ni cuando estoy lesionado. Dejé unas cintas en Cuenca en la última vía que estaba probando, cuando esto pase no tendré ni opciones de subirme por ella. Jorge dejó las suyas en la vía de al lado. No creo que se las lleven.

Hace veintitrés planificaba las horas que podía entrenar cada semana, sacaba huecos de un horario imposible y compaginaba días de escalada con días de correr, me abrumaba el tiempo y vivía esperando el fin de semana. Siempre escalo como si no hubiera un mañana, pegues a muerte, el poder del padre diría Luigi, el tiempo que tienes es escaso y no se puede desperdiciar en intentos sin alma.

Luna llena desde las paredes
Hace veinticuatro días me preocupaba la próxima subida salarial, la fecha de los bonus, la subida del IPC, el análisis fundamental de la bolsa y hasta el precio de la gasolina. Hoy tengo otras preocupaciones mas cercanas, quién va al supermercado, cada cuántos días, qué compramos, dónde habrá guantes y mascarillas, cuánto tiempo me va a durar las reservas en casa para no salir a la calle.

Hace veinticinco días miraba la aplicación del tiempo para ver la previsión de las dos próximas semanas. Había preparado las tablas de esquí, apartado unos gatos recién recauchutados y guardado un día de vacaciones para alargar la Semana Santa. Hoy ya no miro la previsión, directamente me asomo a la ventana, como cuando era pequeño en Salamanca, donde mirar al cielo te convertía en meteorólogo titulado.

Hace veintiséis repasé la lista de vías que quería probar antes del verano. Lo hice, tomando una botella de vino, con varios amigos, a los que serví de la misma botella yo mismo, riéndonos, dándonos golpes unos a otros, dando abrazos al que llegaba y besos al que se iba, en medio del bar del Alcampo de Cuenca, donde estábamos más de cincuenta escaladores. Hoy sé que no escalaré ninguna en las próximas semanas, que tardaré en ver a los amigos, todavía más en darles abrazos y no sabemos cuándo unos besos. Incluso escalar, que ahora languidece en mi cabeza, no será lo primero que hagamos.

Hace veintisiete días estaba en un atasco en la M40, matutino, habitual, inevitable, hablando por teléfono, midiendo el tiempo por minutos, los que me faltaban para llegar a la oficina, lo que tengo para comer, los que me lleva llegar al tablón, los que tengo para escalar, los que tengo para volver a casa, y así sin límite. Hoy mido el tiempo por días, quizás algo en horas, pero como grupo de las mismas, y empiezo a habituar mi devenir a las próximas dos semanas, como algo incierto, siendo cierto, como algo ajeno, siendo propio y perecedero.

Hace veintiocho días pasé una tarde en Cuenca, paseando por la hoz, discutiendo con otro habitual de la vertical sobre los grados, las cifras y las letras de una serie de vías. Incluso lo hicimos con argumentos defendidos con vehemencia. Hoy solo espero volver a ver una luna llena sobre la luz crepuscular del atardecer en la hoz.
 
Ahora no tengo memoria de más días, ni hacia ese pasado que se me antoja de otra vida, ni de ninguno alternativo que habite en mis sueños confinados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario