Mi casa estaba
llena de libros, no era la biblioteca de Babel, ni la de Alejandría, pero sí rebosaba
de ellos. Todos los estantes del salón los coleccionaban, tapados por
fotografías de familia, colección salpicada de estilos y autores de épocas
inconexas, acumulados por una compra con un único criterio, el que mi madre
tenía, el de la lectora habitual sin prejuicios ni expectativas trascendentes. Ahora
que lo pienso, no sé cuáles eran y me doy cuenta de que eso nunca me importó y no
quiero buscar razón ahora.
Grafity cerca de la casa de mi madre |
Una vez al
mes sonaba el timbre de casa y aparecía un señor muy serio que decía “el recibo
de Cervantes”, lo cogía y mi madre le daba el dinero que ponía. Yo no lo asocié
hasta algún tiempo después, cuando la magia de la infancia se desvanece en los
días de la adolescencia, donde me explicó mi madre que era la cuenta en la librería
Cervantes que pasaban un recibo con el importe medio de las compras en el año.
Mi madre, visionaria a su manera, jamás nos puso límite de la libertad de ir a Cervantes
y coger cualquier libro y decir en la caja, “apúntalo a la cuenta”, y no era
como el colmado de Doña Paquita, que eran los recados del olvido de última hora,
sino el placer de recorrer las plantas de la librería, que eran varias, y
llevarte el que quisieras. Mis años de ciencia ficción no hubieran sido posible
de otra manera y Enrique me ha confesado que tiene un pasado parecido. Hace
poco me encontré, como tantos negocios después de la pandemia, que ya no existe
aquella librería que competía en mis recuerdos con los pasillos interminables
de la de Babel. Otro recuerdo que languidece como los sueños que se quedan al
despertar en la niebla de la conciencia.
Varias vidas después
le regalé un Kindle a mi madre, y a través de él y de alguna conexión wifi que Elena
le habilitaba de vez en cuando, creé un canal de comunicación intemporal de
lecturas compartidas y de retazos de gustos distintos. Aprendió sobre la marcha
el placer de leer sin tener que dar la luz de la mesilla, y abandonarse al sueño
con la tranquilidad de no perder la página, ya no hacía falta doblar la última
hoja, algo que no ocurre al dormirte leyendo. No me cabe duda de que los sueños
enlazados con las últimas líneas leídas crean historias efímeras de melancólica
belleza.
Ese Kindle ahora
apagado y olvidado me permitía enviar regalos sin motivo y proponer lecturas
que me acercaban y alejaban de mi madre, de sus ratos de soledad, de sus ganas
de leer historias, del placer de leer sin más, el que me ha quedado de por
vida.