jueves, 23 de octubre de 2025

Gaticos y monetes




Hace ya unos meses de lo que os voy a contar. Ocurrió en Cuenca, dónde si no, cerca del solsticio de invierno, ha pasado el tiempo suficiente como para poder contarlo sin adornos. Si no eres escalador, que todavía no entiendo por qué, te tengo que dar algo de perspectiva, que no background que diría alguno que yo me sé, y la vía, por si todavía no lo has adivinado, se llama Gaticos y Monetes (alrededor del 7c), no volveré al tema del grado y cómo se mide la dificultad, que ya lo he contado antes en este blog.

El día era soleado y frío, más soleado de lo que eran antes los inviernos y menos frío también, aun así, frío de verdad. Gracias a una combinación improbable de horarios de los tres estábamos en el coche a una hora que llegábamos a escalar, lo justo para calentar y dar un pegue, esto también lo he contado, y tratar de encadenar antes de que el sol se pusiera a esa hora temprana que lo hace a finales de diciembre. La previsión del tiempo era que los días siguientes el dios del norte iba a mandar sus huestes a gobernar bajo su manto, no había otro día a la vista.

  Dejamos el coche en el arcén, macuto al hombro, y ritmo espartano hasta la pared. Estrategia perfecta de veterano de guerra, objetivo claro, planificación minuciosa, entrenamiento en la semana ajustado. Tres menos cuarto en la pared, despliegue de material como si atacáramos el Urriellu y primera alarma, los pies de gato se han quedado en Madrid. Habiendo pecado de falta de previsión no lo hice de decisión y con voz sosegada dije “espera, que voy a comprarme unos pies de gato y vuelvo en media hora”, como si la tarde devengara en estío.

Salí corriendo, cual me hubiera tomado la poción mágica, y llegué al coche en pocos minutos, de ahí una mirada a las webs de tiendas en Cuenca y la única opción abierta era esa tienda francesa que vende de todo para el deporte, que ha derivado en marca blanca propia casi en exclusividad, como si fueran seguidores del dueño de Mercadona, que no cierra nunca. Me compré los únicos pies de gato que había de mi número, modelo de aprendizaje básico. Sonriendo a mi suerte volví a la carrera al muro, si así los seguimos llamando. La sonrisa al verme llegar, cercana al cachondeo cuando enseñé el modelo, traducía la indulgencia de quien vive con alguien como yo.

El resto de la historia forma parte de la mítica de nuestro grupo. El pegue fue lamentable, los pies de gato no estaban adaptados a la exigencia de mi nivel para los pequeños agarres que pueblan las paredes de Cuenca. No tuve ninguna opción y nos fuimos a dormir ofrendando a los dioses para que la lluvia se retuviera una mañana más. No fue así, empezó una de esas quincenas que es mejor irse a esquiar que penar por calizas.

Un tiempo después, ya pasado el inicio de año, se dieron las condiciones y encadené la vía. Más entrenamiento, mejor condición de tiempo para probar la vía, material más probado y de calidad. No hace falta que enumeremos todo lo que se podía haber hecho mejor, algún gurú de la escalada me lo ha tratado de explicar, cual novel con falta de método y de estrategia, como todos esos directivos que se empeñan en adoctrinar en soliloquios repetidos. Sin entender que lo que hizo mágico ese día y los que hubo que pasar hasta volver, son la energía que nos mueve. Hay quien apuntar las vías hechas, en un cuaderno, es lo que le llena, a mi me sigue llenando tener un cuaderno donde apunto las vías, pero esto ya os lo cuento otro día.

martes, 8 de abril de 2025

Historias con mi madre, los libros y la lectura

 

Mi casa estaba llena de libros, no era la biblioteca de Babel, ni la de Alejandría, pero sí rebosaba de ellos. Todos los estantes del salón los coleccionaban, tapados por fotografías de familia, colección salpicada de estilos y autores de épocas inconexas, acumulados por una compra con un único criterio, el que mi madre tenía, el de la lectora habitual sin prejuicios ni expectativas trascendentes. Ahora que lo pienso, no sé cuáles eran y me doy cuenta de que eso nunca me importó y no quiero buscar razón ahora.

Grafity cerca de la casa de mi madre
Dormí durante muchos años en un mueble, donde la cama era la excusa para unas baldas llenas de libros y de trastos varios que, tanto hermano como yo mismo, convertimos en repositorio de recuerdos y trastos de los días que vivimos juntos. El pasillo, estrecho como mandaba el estilo de la época, acogía una estantería de madera, con baldas estrechas que se convirtió en un refugio temporal de más libros y volúmenes varios, que han perdurado en el tiempo. Releer los títulos de los lomos me lleva a un tiempo pasado, con el sonido de trifulca, olores de guisos caseros y ruido de hermanos, regado de melancolía de una infancia añorada.

Una vez al mes sonaba el timbre de casa y aparecía un señor muy serio que decía “el recibo de Cervantes”, lo cogía y mi madre le daba el dinero que ponía. Yo no lo asocié hasta algún tiempo después, cuando la magia de la infancia se desvanece en los días de la adolescencia, donde me explicó mi madre que era la cuenta en la librería Cervantes que pasaban un recibo con el importe medio de las compras en el año. Mi madre, visionaria a su manera, jamás nos puso límite de la libertad de ir a Cervantes y coger cualquier libro y decir en la caja, “apúntalo a la cuenta”, y no era como el colmado de Doña Paquita, que eran los recados del olvido de última hora, sino el placer de recorrer las plantas de la librería, que eran varias, y llevarte el que quisieras. Mis años de ciencia ficción no hubieran sido posible de otra manera y Enrique me ha confesado que tiene un pasado parecido. Hace poco me encontré, como tantos negocios después de la pandemia, que ya no existe aquella librería que competía en mis recuerdos con los pasillos interminables de la de Babel. Otro recuerdo que languidece como los sueños que se quedan al despertar en la niebla de la conciencia.

Varias vidas después le regalé un Kindle a mi madre, y a través de él y de alguna conexión wifi que Elena le habilitaba de vez en cuando, creé un canal de comunicación intemporal de lecturas compartidas y de retazos de gustos distintos. Aprendió sobre la marcha el placer de leer sin tener que dar la luz de la mesilla, y abandonarse al sueño con la tranquilidad de no perder la página, ya no hacía falta doblar la última hoja, algo que no ocurre al dormirte leyendo. No me cabe duda de que los sueños enlazados con las últimas líneas leídas crean historias efímeras de melancólica belleza.

Ese Kindle ahora apagado y olvidado me permitía enviar regalos sin motivo y proponer lecturas que me acercaban y alejaban de mi madre, de sus ratos de soledad, de sus ganas de leer historias, del placer de leer sin más, el que me ha quedado de por vida.