martes, 8 de abril de 2025

Historias con mi madre, los libros y la lectura

 

Mi casa estaba llena de libros, no era la biblioteca de Babel, ni la de Alejandría, pero sí rebosaba de ellos. Todos los estantes del salón los coleccionaban, tapados por fotografías de familia, colección salpicada de estilos y autores de épocas inconexas, acumulados por una compra con un único criterio, el que mi madre tenía, el de la lectora habitual sin prejuicios ni expectativas trascendentes. Ahora que lo pienso, no sé cuáles eran y me doy cuenta de que eso nunca me importó y no quiero buscar razón ahora.

Grafity cerca de la casa de mi madre
Dormí durante muchos años en un mueble, donde la cama era la excusa para unas baldas llenas de libros y de trastos varios que, tanto hermano como yo mismo, convertimos en repositorio de recuerdos y trastos de los días que vivimos juntos. El pasillo, estrecho como mandaba el estilo de la época, acogía una estantería de madera, con baldas estrechas que se convirtió en un refugio temporal de más libros y volúmenes varios, que han perdurado en el tiempo. Releer los títulos de los lomos me lleva a un tiempo pasado, con el sonido de trifulca, olores de guisos caseros y ruido de hermanos, regado de melancolía de una infancia añorada.

Una vez al mes sonaba el timbre de casa y aparecía un señor muy serio que decía “el recibo de Cervantes”, lo cogía y mi madre le daba el dinero que ponía. Yo no lo asocié hasta algún tiempo después, cuando la magia de la infancia se desvanece en los días de la adolescencia, donde me explicó mi madre que era la cuenta en la librería Cervantes que pasaban un recibo con el importe medio de las compras en el año. Mi madre, visionaria a su manera, jamás nos puso límite de la libertad de ir a Cervantes y coger cualquier libro y decir en la caja, “apúntalo a la cuenta”, y no era como el colmado de Doña Paquita, que eran los recados del olvido de última hora, sino el placer de recorrer las plantas de la librería, que eran varias, y llevarte el que quisieras. Mis años de ciencia ficción no hubieran sido posible de otra manera y Enrique me ha confesado que tiene un pasado parecido. Hace poco me encontré, como tantos negocios después de la pandemia, que ya no existe aquella librería que competía en mis recuerdos con los pasillos interminables de la de Babel. Otro recuerdo que languidece como los sueños que se quedan al despertar en la niebla de la conciencia.

Varias vidas después le regalé un Kindle a mi madre, y a través de él y de alguna conexión wifi que Elena le habilitaba de vez en cuando, creé un canal de comunicación intemporal de lecturas compartidas y de retazos de gustos distintos. Aprendió sobre la marcha el placer de leer sin tener que dar la luz de la mesilla, y abandonarse al sueño con la tranquilidad de no perder la página, ya no hacía falta doblar la última hoja, algo que no ocurre al dormirte leyendo. No me cabe duda de que los sueños enlazados con las últimas líneas leídas crean historias efímeras de melancólica belleza.

Ese Kindle ahora apagado y olvidado me permitía enviar regalos sin motivo y proponer lecturas que me acercaban y alejaban de mi madre, de sus ratos de soledad, de sus ganas de leer historias, del placer de leer sin más, el que me ha quedado de por vida.

1 comentario:

eva dijo...

Muy bonito Gonso, gran legado de tu madre. Encantada de leerte de nuevo...

Publicar un comentario