Deje de ser inmortal
hace muchos años. Deje de ser un elfo hace tanto tiempo que la Tierra Media,
donde he vivido esta historia, se convirtió en un mundo suficiente para mis
aventuras semanales. Arrié mi bandera pirata un lunes de hace unos años. Deje de
vagar por el mundo para programar cada viaje con cierta certeza. Ya no iba
donde hubiera una pared, cualquier día de semana, cualquier momento sin programa.
Unos años salvajes me habían forjado una conciencia tranquila de las escuelas
visitadas, vías escaladas, lugares a los que podría volver no importa el
continente o el mar que hubiera que cruzar. Sabia que solo era cuestión de un clic
en el portátil y volar a ese lugar, esa foto, esa pared, esa noche de luna
llena con la estrella del sur rondando el firmamento.
Conocía el ruido
del pájaro carpintero por las mañanas, el sonido del cárabo al irnos a dormir,
el discurrir del Júcar a su paso por la hoz, he visto ardillas cruzar la carretera
a esa hora en la que siguen durmiendo casi todos, antes de que los perros
propios y ajenos merodeen bajo las ruedas de nuestras residencias temporales y nómadas.
No importaba
acabar pronto, antes de la puesta del sol, cansados de roca, sin piel y
doloridos, colmados de fracaso y sin fuerzas para un asalto triunfal, quizás el
próximo fin de semana. Hubo, se dio hasta ese supuesto, un fin de semana que no
fuimos a escalar, por supuesto la previsión era como de una Filomena y con pesar
disfrutamos de estar en casa, incluso de comer con la familia a mediodía.
Tenía un presupuesto
anual reservado, sigo con el raro habito de hacer previsiones de gastos en cada
epígrafe de la vida, mas dinero a escalar que a cualquier otra afición, si no algo
no estaba bien. Alguna vez compartí
esos presupuestos, hoy los releo con simpatía de quien mira a un niño pequeño y
busca en el algo que le recuerde a sus años de juegos sin fin.
El año pasado
un día como hoy me robaron el tiempo.
Los hombres
grises de Momo se aparecieron como en el cuento. No saben de donde vienen, no
los puedes ver, no se podía luchar con ellos, solo huir, esconderse, refugiarse
en casa, obligados por un ejercicio de incapacidad organizativa general, les
pusieron nombre y fecha. Coronavirus, covid19.
Surgió el miedo
al otro, de ahí a la desconfianza, ahora al rechazo, pronto a la fobia. Ser de
un lugar volvía a ser un sello. Extranjeros e intrusos en el paraíso. Allí donde
siento es mi casa pase a ser un peligroso madrileño lleno de virus, malos hábitos,
enfermedad contagiosa y malignidad sobrevenida. Yo que soy ciudadano del mundo,
con la única frontera la de la vertical, con la única pertenencia mas que a los
mercenarios del fin de semana, de las vacaciones en la pared, de las noches de
estrellas de verano a las luces sobre el rio Mascun, de las playas de Ton Sai o
del mar Egeo.
No sabía
aquella tarde de otoño que a la pandemia se iba a luchar con un nuevo avance
sanitario, el cierre perimetral, cortar las carreteras, convertirnos en extraños,
extranjeros, sospechosos. No sabia que me iban a robar una de las pocas cosas que
mas escaso estamos, el tiempo, me han robado y veo que no me lo van a devolver,
se ha perdido como se pierden las lagrimas en la lluvia.
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